5 - Felipe III
Felipe
II fue un obsesivo que pretendía controlarlo todo, incapaz de delegar en sus
subordinados. Como no se fiaba de nadie, jamás enseñó a gobernar a su hijo.
El
Príncipe, cuando accedió al trono ignoraba el oficio y tomó la decisión de
poner en manos de un valido los negocios del Reino. Así el gobierno del Estado
estuvo en las manos de hombres de confianza elegidos a dedo, y a menudo erróneamente,
por el Rey. Éste firmaba los documentos sin leerlos siquiera ni discutirlos.
Felipe
III salió a su padre en lo piadoso, cristiano y gran rezador, pero el parecido
se quedó en eso, porque no era
trabajador y sólo le interesaban las fiestas y los saraos.
La
principal preocupación del Rey era casar a los futuros reyes con princesas
paridoras que asegurasen la sucesión de la Corona. Antes de morir, Felipe III
hizo honor al sobrenombre de Rey Prudente: concertó el matrimonio de su
heredero con una prima lejana, Margarita de Austria, de 13 años, hija de Carlos
de Austria. La muchacha procedía de casta fértil pues su madre había parido 15
veces.
La
Reina dio al Rey cuatro varones y cuatro hembras. Los dos primeros partos
fueron niñas y el tercero fue varón, el futuro Felipe IV. Un báculo que había
pertenecido, según la tradición, a Santo Domingo de Silos, presidía los partos
de Margarita. Esta tradición se implantó hasta nada menos que la Reina Victoria
Eugenia. Pero los microbios pudieron más que el báculo santo y Margarita
falleció a los 27 años de una infección puerperal. Felipe, abatido, no volvió a
casarse.
El
primer valido fue el Duque de Lerma que lo hizo peor que si lo hubiese hecho el
propio Rey. Su incompetencia era tremenda, pero se mantuvo en el cargo a base
de sobornos. El cohecho y la corrupción alcanzaron cotas extraordinarias.
El
gobierno
Los que
pensaban que la economía del país había tocado fondo con las bancarrotas de
Felipe II, se equivocaron. Todavía se podía caer más bajo. Algunos le echan la
culpa a una epidemia que causó medio millón de muertos en Castilla. Al escasear
la mano de obra, se encarecieron los jornales.
La
Administración intentó paliarlo acuñando moneda floja, el vellón, y la acción
combinada de problema cierto y falsa solución, dispararon la inflación otra
vez, con la correspondiente secuela de bancarrota. Una vez más las Cortes
tuvieron que hacerse cargo de los platos rotos, es decir, el pueblo.
El
mayor despropósito del reinado
La
guinda fue la expulsión de los moriscos.
Después
de la dispersión de los antiguos habitantes de Granada, en tiempos de Felipe
II, la población morisca se concentraba principalmente en el Reino de Valencia
y en Aragón. Eren extraordinarios agricultores, cultivaban arroz y caña de
azúcar, y vivían en paz porque los grandes señores propietarios de las tierras
los cuidaban.
El
gobierno dio en pensar que ya iba siendo hora de resolver el problema morisco.
De nuevo la obsesión religiosa se hizo presente. Y a pesar de las voces que se
alzaron en contra de tal medida, el Duque de Lerma se empeñó en expulsarlos. En
1614, 250.000 moriscos abandonaron el país con lágrimas en los ojos.
Se dice
que Felipe III murió prematuramente, a los 43 años, por culpa de uno de los
muchos usos absurdos que imponía el protocolo de la Corte.
Era
marzo, que en Madrid puede ser mes crudo y frío y habían colocado un brasero
tan cerca del rey que éste comenzó a sudar. El marqués de Tobar hizo ver al
duque de Sessa que quizá convendría retirar el brasero; pero por cuestiones de
protocolo, ese cometido correspondía al duque de Uceda. Buscaron al duque pero
éste se había ausentado del Alcázar, y cuando lo pudieron localizar, el Rey
estaba empapado de sudor. Aquella misma noche se le presentó una erisipela que
se lo llevó al otro mundo.
Hablar
del protocolo de la Corte de los Austria sería cosa de nunca acabar. Otro
ejemplo bastará para poner de relieve hasta qué punto de estupidez puede llegar
el endiosamiento de las personas. En una ocasión, un pueblo famoso por las
medias que elaboraba, quiso regalar a la reina un lote de estas prendas. El
presente fue rechazado por el mayordomo real: "Habéis de saber -dijo- que
las reinas de España no tienen piernas."
En la
Corte de los Austria nadie podía montar un caballo en el que hubiese montado el
rey, y la misma norma se hizo extensiva a las amantes reales, lo que determinó
que muchas de ellas, pasados los ardores de bragueta del monarca, ingresaran
por fuerza en conventos de clausura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Aquí puedes comentar