lunes, 23 de diciembre de 2013

COROLARIO DE ESTÚPIDOS, INCAUTOS Y MALVADOS HABIDOS EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD DESDE MI PARTICULAR PUNTO DE VISTA (5)

5 - Felipe III

Felipe II fue un obsesivo que pretendía controlarlo todo, incapaz de delegar en sus subordinados. Como no se fiaba de nadie, jamás enseñó a gobernar a su hijo.
El Príncipe, cuando accedió al trono ignoraba el oficio y tomó la decisión de poner en manos de un valido los negocios del Reino. Así el gobierno del Estado estuvo en las manos de hombres de confianza elegidos a dedo, y a menudo erróneamente, por el Rey. Éste firmaba los documentos sin leerlos siquiera ni discutirlos.
Felipe III salió a su padre en lo piadoso, cristiano y gran rezador, pero el parecido se quedó en  eso, porque no era trabajador y sólo le interesaban las fiestas y los saraos.
La principal preocupación del Rey era casar a los futuros reyes con princesas paridoras que asegurasen la sucesión de la Corona. Antes de morir, Felipe III hizo honor al sobrenombre de Rey Prudente: concertó el matrimonio de su heredero con una prima lejana, Margarita de Austria, de 13 años, hija de Carlos de Austria. La muchacha procedía de casta fértil pues su madre había parido 15 veces.
La Reina dio al Rey cuatro varones y cuatro hembras. Los dos primeros partos fueron niñas y el tercero fue varón, el futuro Felipe IV. Un báculo que había pertenecido, según la tradición, a Santo Domingo de Silos, presidía los partos de Margarita. Esta tradición se implantó hasta nada menos que la Reina Victoria Eugenia. Pero los microbios pudieron más que el báculo santo y Margarita falleció a los 27 años de una infección puerperal. Felipe, abatido, no volvió a casarse.
El primer valido fue el Duque de Lerma que lo hizo peor que si lo hubiese hecho el propio Rey. Su incompetencia era tremenda, pero se mantuvo en el cargo a base de sobornos. El cohecho y la corrupción alcanzaron cotas extraordinarias.
El gobierno
Los que pensaban que la economía del país había tocado fondo con las bancarrotas de Felipe II, se equivocaron. Todavía se podía caer más bajo. Algunos le echan la culpa a una epidemia que causó medio millón de muertos en Castilla. Al escasear la mano de obra, se encarecieron los jornales.
La Administración intentó paliarlo acuñando moneda floja, el vellón, y la acción combinada de problema cierto y falsa solución, dispararon la inflación otra vez, con la correspondiente secuela de bancarrota. Una vez más las Cortes tuvieron que hacerse cargo de los platos rotos, es decir, el pueblo.
El mayor despropósito del reinado
La guinda fue la expulsión de los moriscos.
Después de la dispersión de los antiguos habitantes de Granada, en tiempos de Felipe II, la población morisca se concentraba principalmente en el Reino de Valencia y en Aragón. Eren extraordinarios agricultores, cultivaban arroz y caña de azúcar, y vivían en paz porque los grandes señores propietarios de las tierras los cuidaban.
El gobierno dio en pensar que ya iba siendo hora de resolver el problema morisco. De nuevo la obsesión religiosa se hizo presente. Y a pesar de las voces que se alzaron en contra de tal medida, el Duque de Lerma se empeñó en expulsarlos. En 1614, 250.000 moriscos abandonaron el país con lágrimas en los ojos.
Se dice que Felipe III murió prematuramente, a los 43 años, por culpa de uno de los muchos usos absurdos que imponía el protocolo de la Corte.
Era marzo, que en Madrid puede ser mes crudo y frío y habían colocado un brasero tan cerca del rey que éste comenzó a sudar. El marqués de Tobar hizo ver al duque de Sessa que quizá convendría retirar el brasero; pero por cuestiones de protocolo, ese cometido correspondía al duque de Uceda. Buscaron al duque pero éste se había ausentado del Alcázar, y cuando lo pudieron localizar, el Rey estaba empapado de sudor. Aquella misma noche se le presentó una erisipela que se lo llevó al otro mundo.
Hablar del protocolo de la Corte de los Austria sería cosa de nunca acabar. Otro ejemplo bastará para poner de relieve hasta qué punto de estupidez puede llegar el endiosamiento de las personas. En una ocasión, un pueblo famoso por las medias que elaboraba, quiso regalar a la reina un lote de estas prendas. El presente fue rechazado por el mayordomo real: "Habéis de saber -dijo- que las reinas de España no tienen piernas."

En la Corte de los Austria nadie podía montar un caballo en el que hubiese montado el rey, y la misma norma se hizo extensiva a las amantes reales, lo que determinó que muchas de ellas, pasados los ardores de bragueta del monarca, ingresaran por fuerza en conventos de clausura.